También soñaba
Un país no nace de sus hechos históricos o de sus personalidades, sino que vive de mitos, de leyendas y de personajes inventados. Todos sabemos que es poco importante el hecho histórico en sí, lo que nos afecta es el relato que hacemos del mismo, el modo en que contamos los sucesos y, sobre todo, la manera en la que los asimilamos. Uno de los personajes centrales de la cultura española es Segismundo, príncipe de Polonia. Este desdichado hombre, ideado por Calderón de la Barca, representa en gran medida el modo y la manera de ser de los españoles.
Seguismundo es el legítimo heredero de la corona de su país. Sin embargo su padre temeroso de una profecía lo ha encerrado en una torre. Allí vive aislado y con el único contacto de un guardián severo. Su padre decide poner a prueba a su vástago: le saca de la mazmorra y le entrega el gobierno del país. Segismundo toma el poder y se vuelve sanguinario y cruel. El rey horrorizado decide encerrarle de nuevo, pero para mitigar su sufrimiento le envenena con un potente somnífero. Cuando el príncipe despierta, se descubre de nuevo enjaulado y encadenado. El desdichado reo piensa que todo ha sido un terrible sueño.
España y los españoles vivimos la crisis como un Seguismundo encadenado. Cuando yo era pequeño en los años ochenta mi país era una nación humilde y, en muchos aspectos, diminuta. No obstante, en el período finisecular y los primeros años del siglo XXI, vivimos libres y soberanos como Seguismundo. De golpe, podíamos hacerlo todo. Nuestro pequeño país se estaba convirtiendo en un lugar rico, moderno y fascinante.
En 2005, viajé a Roma para vivir tres meses. Como otros jóvenes españoles, yo tenía la suerte de haber disfrutado de becas para realizar mi doctorado, de ayudas para filmar mis cortometrajes y en ese momento había conseguido un premio del estado español: la beca de la Real Academia Española en Roma. Durante unos meses, mi país me pagaría un sueldo y me permitía vivir en un palacio del siglo XVIII en una de las colinas de la ciudad italiana.
Muchas cosas me podrían haber despertado del sueño y de la irrealidad. Mi estancia en Roma, debía tener 60 metros cuadros, un recibidor y una habitación inmensa, además de un cuarto de baño con ventanales a un jardín privado. El ambiente en la Academia no podía ser mejor para la creación, la investigación y el estudio. Sin embargo, ahora lo reconozco, nunca lo viví con sorpresa o con agradecimiento, sino más bien como algo merecido, algo que me había ganado. En Italia, tuve la suerte de conocer a otros becarios, investigadores y artistas de diversos países y yo descubría en el rostro de todos ellos fascinación (y cierta envidia) cuando hablamos de España. Era una nación casi legendaria que podía hacerlo todo, reformas sociales increíbles, avances tecnológicos, construcción y crecimiento sin fin.
Me presenté a una plaza como profesor de la asignatura Historia del Cine en la Universidad Complutense de Madrid y la gané. Así que, con dolor, abandoné Roma y llegué a España. La realidad española tampoco me despertó del sueño, pero me sacudió en la cara. Mi salario como profesor no llegaba a los 800 euros, gracias a mis padres pude vivir en un pequeño estudio, sin su ayuda no hubiese encontrado una vivienda. Mi casa madrileña era más pequeña que el baño de mi habitación romana.
Yo como todos los españoles éramos conscientes de que algo no marchaba. De que aunque las cifras económicas eran excelentes. Nadie de mi generación podía comprarse una casa (salvo los jóvenes afortunadísimos que, como yo, contábamos con el apoyo de familiares o con ahorros heredados). Mas el sueño continuaba porque todo parecía funcionar y fluir como un gran río hacia la prosperidad: había trabajo, no bien pagado, pero trabajo y existía un enorme entusiasmo. Con regocijo dos presidentes españoles proclamaron que estábamos entre los siete países más ricos del mundo.
Cuando mis conocidos y amigos extranjeros venían a Madrid quedaban embobados e ilusionados con la actividad y el frenesí. La ciudad no parecía acabarse nunca. Siempre con actividades culturales, siempre con proyectos y, como todo el país, siempre construyendo y construyendo. En todo solar, en todo descampado y en todo hueco se levantaba un edificio, un museo, un hospital o una sala de conciertos. En la década de 1995 a 2005, mi ciudad cambió su estructura urbana más que nunca.
En el 2007 rodé un documental sobre España. Lo titulé País soñado y hablaba sobre los inmigrantes que venían a nuestro país a trabajar. Los comparaba con los españoles que habían emigrado en los años sesenta y setenta. Nadie de las personas que entrevisté (ni yo tampoco) pensaban que fuera a cambiar la situación. Para todos era evidente que España era y sería una nación rica. Ahora al ver mi documental compruebo hasta que punto era un País soñado.
Sin embargo, a partir del 2008 la realidad se impuso. Y los españoles empezamos a ver que todo se desmoronaba. La construcción se paró de golpe, el paro creció (y aún crece) de una forma alarmante. Nadie sabía que ocurría pero poco a poco, uno tras otro los españoles nos despertábamos del sueño. Todos los españoles sentimos que hemos perdido o nos han robado algo.
No creo que la clase media sea culpable del desastre, yo no me siento en nada cómplice de la ruina de mi país. Sin duda, la responsabilidad hay que buscar en la política (en especial en los dos grandes partidos), la banca y los inversores sin escrúpulos. Pero sí, sí siento que yo también soñaba, que yo como Seguismundo olvidé lo que era real y me dejé seducir por un país riquísimo, un país soñado.